Amar la vida
- Lizbeth Guerrero
- 14 oct 2023
- 5 Min. de lectura
Quizás es necesario aclarar que este no es un dibujo calcado de las nuevas modas hiposas, posers, Greenpeaces, pachamamic lovers y revolucionarios de la alegría. Para nada. De hecho, desde hace un tiempo estoy pesimista.
Ya son varios roces que he tenido con esta ciudad. No termino de entender del todo a su gente y sus formas. Quieren más al chucho que a la vecina. Están por la mierda pero siguen consumiendo como locos. Les tienen mil ajustes metidos en el horto, desaparecidos en democracia, mierda, mierda y más mierda de perro. Tienen al fascismo paseándose por Recoleta. Tiene todo eso y todo aquello que yo he visto en Honduras, aunque en distintas dimensiones. Los argentinos son raros. Ajenos. Tienen el culo duro, como dice Cata, una cantora colombiana.
Definitivamente son del otro lado del charco. Pero también, como en todas partes, hay gente que vale la pena, sobre todo los que se saben y se piensan latinoamericanos. Ahora entiendo que Buenos Aires ha sido una buena introducción a la vida exterior. Nunca vi tanto inmigrante en un solo lugar. Mar de saberes que he tenido de frente y muy pocos he podido abrazar. No todo es malo en este epicentro del sur. De esta aventura sigo cortando chuletas y mi gratitud es inmensa, infinita. Pero, por la gran puta, volvió a ganar el macrismo.
Me levanté temprano. Tomé el cafecito de olor a montaña. Pensé en lo terriblemente afortunada y miserable que soy por estar acá. Todavía lejos. Me bajo un poema de Clementina Suárez, la eterna. A quien ando en mi mente hace muchos años como una más de mis ancestras. A quienes de vez en cuando acudo para recuperar mi amor por la humanidad.
Me amarga la necedad al retroceso. No soporto más el conservadurismo y cada vez más debo poner a prueba mi tolerancia. Sin embargo, por una serie de situaciones cósmicas, he aprendido a ser más paciente. Cada vez me voy desprendiendo de banderas y de fronteras absurdas que sólo sirven a los eternos traidores. Pero de vez en cuando sueño con estar otra vez en la montaña, respirando azul y comiendo fruta arrancada del palo.
Estoy un poco inactiva. Enciendo la compu. Sigue la avena con agua, Facebook y noticias, en ese orden. Todo mal. Todo como ayer, e incluso peor. Me detengo, no quiero seguir sentada, ni de pie. Me dan ganas de volver a la cama y dormir hasta que todo amanezca mejor. Paradójicamente me doy cuenta que mis pesares y dolores van dejando de ser individuales y pasaron a ser más colectivos. Pasé de preocuparme por tenerlo todo, en la esfera a lo que ellos llaman «todo», a preguntarme porqué el rico prefiere dejar podrir la cosecha antes de compartirla con los pobres. Pasé de vivir somnolienta a cuestionarlo todo. Pasé de la huida a las ganas de volver. A entender que Honduras sola es un universo por descubrir, entender y amar.
Sin embargo, sigo reivindicándome en otras cosas. Mis abuelas siguen siendo las personas más sabias que he conocido. Sigo burlándome de la academia occidentalista. Me siguen aburriendo los idiotas que no ponen al servicio de la vida sus saberes. También sigo encontrándome fisuras en la personalidad. Sigo cometiendo las mismas cagadas aunque en distintas latitudes. Sigo siendo muy carnal, pero más prudente.
El año pasado hice un viaje a varias ciudades de Sudamérica. Me fui con la idea de descubrir, tomar fotos, sumar experiencias. Ser aquello que los medianos de análisis le llaman «cosas interesantes». Por suerte, la curiosidad me llevó a otros lugares, más alejados de los museos y los edificios coloniales. Me arrastró a la superficie de la profundidad de las cosas. Hasta de aquellas que todavía no podemos nombrar. Me mostró a la gente y me mostró a mí, con un retrato vacío.
Me impresionó tanto conocer el desierto. Fue como reencontrarme con la inmensidad. Bolivia siempre fue ajena para mí, como también lo eran otros municipios de Olancho. Estar tan cerca sin ver absolutamente nada. Pensé en la Sierra, en la cascada, en el mar de Chile que recién me había abrazado y pensé los seres que me habían dejado tanto en los últimos meses y años. «Como el desierto, las personas también son infinitas.» Escribí en la bitácora del viaje.
No ha sido nada fácil asomarse por la ventana. Nacemos y nos criamos pensando que el fin último de vivir es ser felices a costa de lo que sea, incluso a costa de los demás. Nos encierran en una familia, en una idea, en un Estado y al final, nos convierten en una bola arrastrada por el viento de alguien más.
Desprenderse de todo lo banal cuesta toda una vida. Aunque reincidamos siempre en los mismos conceptos y señalemos al mismo enemigo, no es prudente dejar de repetirlo: el capitalismo ha modificado nuestras vidas de una manera desordenada, injusta y fugaz, extremadamente fugaz.
Decidir no ser una persona masa y dejar el cuerpo zombi no es fácil. Requiere una serie de pruebas difíciles que abarcan toda tu forma de vivir. No es suficiente autoproclamarte persona consiente y en armonía sabiendo que le hacés daño o otros o a vos misma. Por eso no creo en los espiritualistas que van en camionetas de lujo a hacer yoga al gimnasio más caro de la ciudad. No creo en las feministas que maltratan a otras mujeres. No creo ni creeré en los socialistas que no aman y no defienden la Naturaleza. No apruebo las contradicciones, sobre todo las mías, las cuales me siguen costando espinas.
Encontrarte con la inmensidad es aterrador. Te das cuenta que no sos tan imprescindible después de todo. Que sos pequeñita e infinita a la vez. Que ni el mundo ni el hombre es el centro del universo. Que la vida es mucho más que gastar tu energía en relaciones tóxicas y en pensamientos vacíos. Que lo importante no es emparejarte, acumular riqueza material o lograr medallas, todas esas pendejadas idealistas inventadas por el patriarcado para gobernar nuestros cuerpos y nuestras almas.
El todo te ayuda a poner los pies en la tierra y la cabeza en el cielo. Las preguntas son interminables y las respuestas también. Por eso la vida seguirá desbordándose, como la Garganta del Diablo. Siempre y cuando mantengamos la mirada fija en las estrellas y las acciones estén en consonancia con las palabras, la vida será siempre y la muerte se volverá utopía. Erick From lo definió como la Biofilia, es decir, el amor por la vida. Es aceptarnos parte de ella y no dueños de ella. Una linda lección para comenzar las mañanas todos los días y no tomarse tan amarga esta realidad que nos tocó ahora.
Estoy segura que el germen de la lucha por la vida está más latente que nunca, aunque no esté tan visible. Pero lo percibo en el aire. Lo puedo sentir dentro. Desde el norte y hasta el sur, del este al oeste, seguirán viviendo y naciendo amantes de la vida, las y los que nos resistimos a morir. Irremediablemente. Danzando en espiral, moviéndose según el orden natural de la evolución. Por eso, sigo emprendida en el camino de los saberes y de la fe. Así todo se vuelve más liviano y más espacioso. Como si fuera un pajarito que recién mueve sus alas para emprender el vuelo. Estoy lista para empezar a vivir.

Cataratas de Iguazú, Misiones, Argentina, agosto 2017.
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