Mi amigo el “violín’’ y la vergüenza cambiando de lado
- Lizbeth Guerrero
- 20 dic 2024
- 12 Min. de lectura

"Nuestras conciencias serán sacudidas por el hecho de estar solo contemplando la autodestrucción basada en la depredación capitalista, racista y patriarcal."
Berta Cáceres (Honduras)
Era enero del 2019, después de haber sobrevivido un tiempo complicado, con 27 años, me sentía como quien regresa de la guerra, agotada, pero dispuesta a seguir levantándome del barro aunque todo estuviera roto. Quería terminar mi tesis y planeé un viaje por Centroamérica durante unas tres semanas.
En uno de los países estaría esperándome un viejo amigo, amigo de uno de mis mejores amigos en aquel momento. Alguien que siempre se mostró generoso, atento y cuidadoso conmigo.
Cuando llegué, estaba todo normal, hablamos un poco de política, de los amigos en común, de lo difícil que es la migración para quien le tiene un amor ciego a la tierra natal.
Nos fumamos un porrito y luego cada quien se fue a dormir. Esa misma noche noté algo extraño en mi habitación, en el cuarto de visitas. Estaba completamente noqueada, pero logré abrir un poco los ojos y ver que la puerta se abría y alguien salía. Primero pensé que estaba soñando, pero luego entendí que era todo real.
Este amigo me prestó durante unos días su carro para ir a hacer mis entrevistas y recolectar la información que necesitaba para ordenar mi proyecto de investigación. Terminé un viernes y él me propuso hacer un viaje por los pueblitos cercanos. Yo estaba feliz de cumplir uno de mis sueños, conocer esos rincones de aquella mítica tierra.
Nos fuimos todo el fin de semana. Durante el roadtrip, noté cosas extrañas, como sensaciones energéticas, esas que te están alertando todo el tiempo. Cada vez había algo que me hacía desconfiar de él. Quizás era mi intuición advirtiéndome que algo no andaba bien.
Regresamos a la ciudad un domingo y, de repente, me propuso tomar unos ‘’honguitos mágicos’’. Me dijo que conocía a alguien que los vendía pero que eran en forma de gomita. Yo venía recién de transitar un período difícil de vida y esa propuesta fue como una prueba de fuego que no lograría pasar, al menos en ese momento.
Sonó el teléfono y me dijo que la diler estaba abajo y que tenía que ser yo quien recogería las dosis, porque a mí nadie me conocía y él se podía dar color con los vecinos. Bajé y me encontré a una mujer blanca, delgada con aspecto de hippie, rastas, tatuajes y perforaciones. Me preguntó que dónde haríamos el trip y le dije que en el apartamento. Abrió los ojos muy grande y me dijo: ¿estás segura? Yo te recomiendo que lo hagan en un Spot más natural, al aire libre, me advirtió.
Pero yo estaba más dispuesta a seguir escapando, antes que afrontar una verdad muy dura. Con esto, no quiero ni siquiera insinuar que fue culpa mía. Nunca es culpa de las víctimas. Porque esa es la narrativa que adoptan los violadores y algunos sanos hijos del patriarcado para justificar lo que hacen. Me refiero a que, si bien este “amigo” me tendió una trampa, abusó de mi confianza y como un profesional, me manipuló para cometer el abuso, pero en ese momento yo estaba tan volcada en mi propio dolor, que no vi las señales de alerta. Y aunque eso no se responsabiliza, si tomo consciencia por esa falta de presencia, por mi ceguera. Cuando salió el himno de “El violador eres tú” y se formó un tsunami de voces, cantos, bailes e historias en todo el planeta, lo que más me resonó fue: “la culpa no era mía”.
Nunca es culpa de las víctimas.
Subí nuevamente al apartamento con los supuestos hongos, que resultaron ser un cóctel de droga sintética que ya había dejado a varios en el más allá por aquellos lugares, pero quién era yo para saberlo, ni sospechar. Una de las grandes técnicas que utilizan los violadores es ganarse tu confianza. Parecer de tu ‘grupo’, de tribu. Alguien que te cuida te protege, que es amable, chistoso y “aliado”. Incluso, en un momento pensé que era gay por sus maneras tan delicadas y afeminadas de tratarme.
Recuerdo que él fingía estar ‘’emocionado’’, porque ‘’nunca antes’’ las había probado. Tomó una botella de un licor, que no recuerdo si era un whisky o un ron. Propuso que nos tomáramos la gomita. Algo dentro de mí sabía eso que venía advirtiendo en todo el viaje, sabía que eso no estaba bien pero, al final, eran más fuertes mis ganas de escapar y mi ingenuidad terminó avanzando el paso para que zaquel lobo disfrazado de oveja, realizara su show.
A los pocos minutos, empecé a sentirme mareada, me empezó a faltar el aire. Estábamos en un piso 14 en un lugar bastante reducido y con paredes de vidrio y sin balcón. Este amigo, en cambio, parecía muy tranquilo y lo estaba asimilando mucho mejor. Ante mi notable desesperación, él propuso ir a dar un paseo por el vecindario. Recuerdo el trayecto desde el elevador al lobby: empezamos a caminar por toda la manzana hasta que mis piernas comenzaron a derretirse y sentí que me desvanecía como castillo de naipes. Tengo flashazo de él tratando de reanimarme en la calle y, posterior a eso, entré a un viaje psicodélico que rayó entre el horror y la fascinación de ver otras realidades. Atravesaba un umbral entre la vida y la muerte.
En una de las alucinaciones sentí la energía de mi padre fallecido diciéndome que tenía que levantarme y salir de ese lugar, que no era mi momento. En alguna parte, mi conciencia empezó a despertarse y las alucinaciones comenzaron a ser demasiado realistas, pero a la vez, estaba completamente consciente de lo que está pasando. Así que pedí ayuda a la primera persona que se me cruzó enfrente, quizás era un vecino del lugar que andaba paseando a su perrito. Le dije que la persona con la que estaba, me acababa de drogar y que él no había tomado absolutamente nada. Recuerdo el rostro de esta persona viéndome con más terror que con ganas de ayudarme. Siguió caminando de lejos sin voltear a ver atrás. Luego sentía que mi amigo tomaba más fuerte mi brazo y me jaloneaba con más vehemencia, tratando de controlar mis movimientos. Entonces propuso que regresáramos al apartamento.
En cuanto entramos al lobby, le dije a los guardias que me ayudaran, que esta persona había puesto algo en mi bebida y no me sentía nada bien. Mi amigo les dijo que “tomé mucho”, que “mezclé” varias cosas y que estaba alucinando. Los guardias decidieron creerle a él y en ese preciso momento comenzó para mí el verdadero terror. Preferían creerle a él, que a una mujer pidiendo ayuda en evidente estado vulnerable. Supe que estaba sola. Ahí terminé de ver sin filtros el nivel de mierda que puede ser este mundo para una mujer. De hecho, ese es uno de los peores sentimientos qué experimentamos las mujeres en este patriarcado putrefacto.
Esa madrugada salí de ese edificio, con la fuerza de mis ancestros y con la ayuda de varias amistades, que se encargaron de sacarme de ese país. Cuando llegué a casa y vi los ojos de mamá, entendí todo. Supe que yo no soy la única lastimada, entendí que somos la mayoría, si no es que todas. Toda la rabia y el dolor que tuvimos que sanar, es otra historia.
Son millones de historias de manual que se esconden en la impunidad, danzando entre las sombras del miedo y el silencio cómplice de la sociedad y el Estado.
Silencio cómplice también de algunas mujeres, que defienden a los abusadores ciegamente porque son familia, amigos, parejas. También niegan los abusos ejercidos en ellas o los han bloqueado de su memoria para no enfrentarse a ese dolor tan profundo. Y también lo entiendo. Lamentablemente, no conozco a ninguna mujer que no haya pasado por algún tipo de violencia sexual. Y, aunque se habla muy poco y casi ninguno lo admite, también creo que hay un gran porcentaje de varones que han sido abusados desde sus infancias hasta la adultez. Pero el silencio es ensordecedor.
Por eso y por más, considero que es vital hablar de los traumas y el sufrimiento que generan este tipo de violencias en este momento tan crucial de la especie humana. Tan condenable como el abuso físico y psicológico, sin embargo, la violación tiene una connotación todavía más política y una motivación originaria del patriarcado para desmoralizar comunidades enteras, atacando lo más sagrado de la unidad territorial: el espacio íntimo, la energía que crea la vida y no me refiero sólo a la reproducción de la vida humana.
Con el tiempo he entendido que las heridas causadas por abuso sexual, también mutilan cualquier grado de esperanza y ésta es fundamental para crear, para sostener la exixstencia, por eso creo que más allá del castigo y la imposición de poder que implica ejercer violencia física o mental en una persona, la violencia sexual daña profundamente al espíritu. Y es urgente también entender porqué ha sucedido y sigue sucediendo de forma sostenida en el tiempo, en cualquier espacio, en cualquier rincón social.

María Lugones (Argentina) habla en su libro “Colonialidades y género” sobre esta cultura de la violación, resaltando que no es un fenómeno aislado o accidental, sino una estrategia de control social que tiene raíces profundas en la historia colonial y patriarcal. Y, esa cultura, se normaliza mediante la cosificación y deshumanización de las mujeres, especialmente las indígenas y las racializadas.
Por su parte, Angélica Fuentes (México) menciona cómo esta cultura de la violación se entrelaza con la corrupción institucional y la desigualdad estructural. Evidenciando lo que todas ya sabemos y la razón por la que muchas mujeres no consideramos viable realizar una denuncia, porque las leyes y el sistema judicial en Latinoamérica, en la mayoría de los casos, no protegen adecuadamente a la víctimas, al contrario, protege a los abusadores. Y, sumado al rol que ejercen los medios de comunicación, los que normalizan esa cultura machista y violenta, las personas evitan tomar esa vía para defenderse y reparar daños.
Otras autoras como Sandra Rodríguez (chile) y Beatriz Giménez (Argentina) resaltan como la violencia sexual es utilizada como una herramienta de humillación y sumisión, tanto a nivel individual como colectivo, especialmente en contextos políticos represivos de dictadura. Remarcan que la violencia sexual se convierte en un mecanismo de control sobre las mujeres y las clases más oprimidas en contextos de pobreza y marginación. Aunque, como bien hemos señalado antes, la cultura de la violación está en todos los estratos sociales. Y, entre más arriba de la pirámide, mayor será la impunidad y pactos de silencio.
Rita Segato (Argentina) es una de las autoras que mejor explica esta cultura de violación como una herramienta de poder y cómo se entrelaza con la construcción de la masculinidad en la sociedades patriarcales. Es decir, la violación no es un acto aislado ni un comportamiento aberrante de ciertos individuos, como han hecho creer los medios de comunicación, sino que es parte de una estrategia estructural de control en la que el cuerpo de la mujer es un territorio de dominación. La violación, en este sentido, se convierte en una herramienta del patriarcado y del capitalismo para reafirmar el dominio sobre los cuerpos y la autonomía de las mujeres.
Del mismo modo, Segato sostiene que la cultura de la violación es una manifestación de la construcción social de la masculinidad, como una imposición de poder, donde los hombres son socializados para ver a las mujeres como objetos de su dominio. La violación, por tanto, no es sólo un acto sexual, sino un acto que tiene como objetivo reafirmar una jerarquía de género en la que las mujeres son vistas como inferiores y subordinadas.
Esto último me recuerda al caso de Giséle Pelicot (Francia), mujer de 72 años quien denunció en septiembre de este año a su esposo por haberla drogado y violado junto a otros 50 hombres durante más de nueve años.
Recientemente, les dieron a todos una condena de 20 años. Los violadores, reafirmaron en el juicio, eran personas totalmente normales. Padres de familia, hombres de negocios, estudiantes universitarios, profesores, desempleados, señores felices con hijos, esposa, casa, cerco, perro. No son “enfermitos sexuales”, son varones que, perfectamente, pueden ser familiares nuestros, amigos cercanos, vecinos, parejas, “compas” de “la lucha”.
Esta normalización de la violencia viene de una complicidad social en la que se naturaliza la violación como parte de la vida cotidiana. Así como están instauradas otras opresiones colonizadoras, la violación entró tan profundo del tejido social, reforzada por la indiferencia institucional y la falta de respuesta de justicia y reparación.
Una de las cosas que más me sorprendió, fue entender que la violencia sexual también es una representación y un espectáculo colectivo. Tal como lo explicaba Segato, es un fenómeno social y estructural. La violación no tendría sentido sin la mirada cómplice de otros. Tal como un método de tortura, la violación sólo tiene sentido para demostrar poder, no sólo frente al cuerpo ultrajado, sino frente a todos los cuerpos. Es un arma para desarticular y desmembrar sociedades enteras. Y es, precisamente, en esas fisuras que se filtra la plaga capitalista patriarcal colonial que hoy tiene en vilo al planeta entero y a todas las especies vivas.
Todo lo anterior, descrito en extensas investigaciones de autores feministas, nos da una referencia para entender de dónde surgen nuestros mayores opresiones. Mirar a la herida a los ojos. Recuperar el espíritu. Hacernos justicia nosotras mismas.
Existen muchas formas de “sanar” y cada una es personal, pero cada forma siempre va acompañada de la sabiduría de las abuelas, del conocimiento que todavía se resguarda en las plantas, los círculos de mujeres, las resistencias feministas de todo el mundo, esas que nos han demostrado que la violencia sexual es parte de esa acumulación originaria que invade los territorios, de todo tipo. Pero de las que es posible resignificar en colectividad, reparando el tejido entre todes.
Entiendo que, para desmantelar esa estructura de dominación, es urgente hablar, expresar, soltar, compartir, acompañar. Que los abusadores también fueron abusados, que eso no justifica lo que hicieron y que lo sigan haciendo, que la ira a veces se transforma en sabotaje y destrucción, qué es necesario nombrar las cosas para transformarlas e impedir que sigan timoneando la nave sin nosotras. Que la vergüenza cambie de bando, dijo Gisele y todas estamos de acuerdo. Que es necesario resignificar esa piel de “víctima” y comenzar a ser personas que viven y merecen vivir de forma digna. En compañía amorosa. Sin que nos determine “eso” que nos pasó, pero registrarlo y nombrarlo para que esa maleta pese menos.
A mi “amigo”, el violín, no lo volví a ver. Pero me enteré que ha abusado de otras personas. También sé que actúa en manada, los abusadores nunca solos, como dicen las autoras, actúan para ofrecer el espectáculo a otros.
Saliendo de la penumbra
Cuando regresé a casa en aquel frío enero, pocos días antes de mi cumpleaños, me hicieron exámenes y la doctora me dijo que no había indicios de penetración, pero eso era lo de menos. Los golpes en mi cuerpo por el forcejeo y la decepción de saber que una persona tan cercana fuera capaz de generar ese tipo de daño, no solo a mí sino a toda mi familia, me llenó de una rabia intensa que se ha ido alquimizando con el tiempo en proyectos inconclusos, en largos periodos de soledad e introspección, en cosechas muy lindas, en amores, en círculos más pequeños, pero más cariñosos y honestos. No habría nada que pueda recuperar todo ese tiempo gastado en tratar de estar mejor, pero así como Gisele, así habemos muchísimas decretando justicia para nuestras historias de abuso.
Aquello que sobreviví no terminó de hundirme en la esfera de negación e inmolación porque me encontré con otras que, a su vez, recibieron apoyo de otras y así, la cadena es interminable. Claro que todavía me da rabia por ratos y por otros voy decretando cómo él y su manada son alcanzados por la justicia. Así sea y así será.
Si algún abono podemos sacar de algo así, es seguir reconociéndonos entre nosotras. Creerle a la compañera cuando se atreve a denunciar, sin cuestionar el tiempo o la forma. Trascender también la funa o cancelación, tal como he expuesto en este y otras publicaciones, la denuncia es importante, pero no es suficiente y no repara todos los daños.
Si bien, el sistema punitivista no terminará con la violencia de género y la violencia sexual, es necesario alzar la voz, pero también es nuestro derecho respetar nuestros ritmos y tiempos de sanar sin que sean los abusadores u otras mujeres privilegiadas quienes se beneficien de nuestras historias de dolor. Recuerdo como el movimiento MeToo se desvirtuó cuando lo acaparó Hollywood y todas las mujeres racializadas quedaron invisibles. Hablar de estas heridas de forma interseccional, practicando la verdadera solidaridad entre mujeres, es como tejeremos la sociedad nueva, sin las opresiones patriarcales.
En mi caso, elegí estar mejor y volteé la brújula a la creación. Sigo trabajando en el perdón y soltar dolores propios y generacionales. No es fácil. No es automático. No hay magia que pueda borrar algo así. Pero caminamos, avanzamos acompañadas y es lo que importa.
A todas las mujeres que conocí en este tiempo, las que han sobrevivido a esta situación, también han encontrado sus propias maneras de resignificar ese abuso. Los caminos son infinitos pero, definitivamente, no podemos transitarlos solas. Aunque la bota colonizadora, violadora y extractivista nos quiera aplastar, saber que nos tenemos, también es nuestra forma poderosa de reivindicarnos como personas, como sujetas sostenedoras de la vida, como extensiones de la madre tierra que son dignas de vivir sin miedo y felices.
Nos merecemos sanar, pero antes, que nuestras voces se hagan notar y que el miedo y la vergüenza siga cambiando de lado, llegó nuestro turno de hablar.
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