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El viaje eterno

Hace unos meses fui a hacer una entrevista a una mujer muy especial de mi pueblo. El tema del reportaje era sobre la importancia de los rituales y tradiciones en el ciclo de la muerte. Quizás sea ella, Doña Rosa (88), una de las personas más profundas, sabias y amorosas que he conocido en los últimos años. A su casa llegan personas de toda índole. En el mejor de los sentidos, la he considerado una guía espiritual que siempre tiene las palabras exactas para aliviar un dolor, resolver una duda o endulzar esa amargura de lo cotidiano en este país del infortunio.

A su casa fui por primera vez hace tres años. En esa visita, ella y su hija me auguraron un viaje del que no tenía intenciones de realizar, al menos en el corto plazo. Movida por la insistencia y curiosidad de mi compañero de aquel momento, fui en busca de respuestas, pero salí con más dudas. El escepticismo era entonces más cómodo que creer. La fe es un acto doloroso, contrario a lo que puede parecer.

A los tres meses estaba viajando con dos maletas a un país desconocido. Cagada del miedo, por supuesto, pero con un impulso indescriptible por descubrir algo más allá de las profundidades oscuras de estas Honduras. Sólo cuando llegué me di cuenta que estaba ocurriendo. Volví a acordarme de aquellas dos personas especiales. Mi viaje en retrospectiva había iniciado. No salí huyendo, como pensé en algún momento, en realidad, estaba caminando hacia mi propio encuentro.

El viaje externo fue una explosión de euforia. El viaje interno, un pasaje directo a la sombra, con algunos destellos de luz. Tarde y muy tarde me ha tocado entender que los cambios, así como los partos son dolorosos, son violentos. Yo quise vivir todo el rato en la buena vibra, con el control remoto, el Pachamamismo placentero. Quemar el porro y el palo santo y creerme divina. Decidí creer que todas y todos tenemos no una, sino muchas oportunidades de retomar el camino. Que no hay personas totalmente malas, ni totalmente buenas, que como partes del todo, cada quien tiene las cartas que necesita para volver a casa, volver a la fuente.

Sin embargo, pasa que esa inteligencia universal, a la que muchas insisten en ponerle un nombre, tiene un humor negro, un sabor dulce amargo. Cuanto más arriba pensás que estás en tu escala de evolución, más duro será el sopapo, más luego te aventará del cerro, sin avisarte y sin paracaídas. Y cuanto más sombría y hecha polvo esté la cueva, aparecerá de la oscuridad un hada en forma de mariposa para mostrarte nuevamente el sendero hacia la luz, tal como lo hacen las plantas y las flores.

Tuve que negarme a mí misma para aceptar que la magia existe. Basta con verse las manos, los ojos, las rodillas. La tierra que camina está más contaminada que la tierra que se desliza. No es suficiente con pedirle perdón a la Madre por el mal que nos hacemos y le hacemos. Ella quiere que busquemos la cura en su néctar, en su latido eterno.


Sudamérica me recordó el vuelo impecable del cóndor, la alegría de la amistad, la sororidad. Pero ha sido mi propia tierra, a través de las ancestras, la que me enseñó a volar sin soltar las raíces. He escuchado su llamado y me dio una lección de humildad.

“El camino ya está trazado, sólo hace falta andarlo”, me dijo Rosa la última vez que fui, esta vez sin preguntas dispersas de mi parte. Asentí sin decirle más. Ahí culminaba mi viaje y comenzaba uno nuevo. Ha iniciado el proceso de la cosecha, esto es lo que yo vengo a ofrecer al mundo, el fruto que devuelvo a la tierra que me parió.




 
 
 

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