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Reencuentro

Esta ciudad, sus habitantes y sus estaciones de mierda están tan locos y contrariados, venía pensando esta tarde en el colectivo, justo antes que se le jodiera la suspensión, el conductor estallara en cólera y empezara a putear como energúmeno al cielo, a la madre de alguien y al gobierno de la ciudad.

Nos obligó a todos a bajar. La señora que iba amamantando a su bebé también empezó a putear, luego las viejitas rubias con sus bolsas del mercado hicieron lo suyo y la parte de atrás del bus, generalmente dónde vamos los más morochos, se unió al recital de puteadas y yo, para no parecer más extranjera o antisocial, también susurré un sutil laputaqueteparió y me bajé emputada del bus.

Media hora después, no pasaba ningún colectivo que nos llevara a la misma zona. La gente no estaba dispuesta a pagar otro pasaje. Yo ni siquiera andaba mi Sube ni dinero para un taxi. Aquel sol veraniego en pleno solsticio de invierno me estaba exacerbando más de la cuenta y volví a maldecir.

Casi derrotada, a punto de sacarme los audífonos para animarme a caminar unas treinta cuadras, llegó finalmente el refuerzo y nos tocó acomodarnos como sardinas para que lográramos entrar todos los damnificados.

Me bajé en mi estación. Me dolía mucho la espalda. Pasé por un edificio con espejos y me vi la facha: despeinada, ojerosa, cargada de cosas, con el ceño fruncido. Volteé a ver para otro lado, para evitarme a mí y al chele que estaba detrás de la puerta con una mirada asquerosa. Malditos porteños, pensé.

Llegué a casa tirando todo. Irascible porque había perdido medio día en nada. Horas productivas en hacer «nada». Preparé el baño, agua caliente a pesar del calor. Puse la playlist de siempre y me duché por largo rato. Un poquito de calma regresó al cuerpo. Mi cuarto estaba hecho un mediano desastre. Acomodé algunas cosas. Ropa, abrigos, zapatos. Revisé mi agenda y me resigné a hacer la mitad de las cosas que tenía pendientes. – Avanzar con los cuadros de las iglesias. – Terminar y revisar el proyecto de tesis. – hacer ejercicios. – Hacer encurtido de cebolla.

Por supuesto que hice primero el encurtido. Lo demás puede esperar. Me dio por ordenar los poquitos libros que traje y el volcán de papeles tirados en el suelo. Reciclando y tirando me fijé que había un trifolio de un tour por el norte de Argentina hasta el Machu Pichu. Lo había guardado quizás sin querer. Me acordé de hace más de un año cuando decidí conocer la libertad.

Sabía que la agenda podía esperar. Me puse a ver fotos, videos. A leer notas, ensayos que por suerte no perdí cuando se viruleó terriblemente mi compu, quedando en un coma profundo.


Con un poco de miel hondureña en mi dedo índice empecé a masajearme el ceño, tal como me recomendaron. Puse a Paco de Lucía, el café en la estufa, dos galletas que me convidó el nuevo roomie y era feliz de haber vuelto a mí.

No hacía falta ver mucho para atrás. Todavía hay facturas pendientes, pastillas a medias, aritos y calcetines motos. Camisas y pantalones desaparecidos, una botella que traje para alguna ocasión excesivamente feliz o insoportablemente triste. Siguen estando los mismos tenis esperando que los saque a correr. Los buenos deseos de mi vieja, los chistes de las manigüis y los mensajes cariñosos de mi chavalita. Todo está como debería de estar: moviéndose y conmigo siempre, la risa.

No fue necesario mover los labios para agradecer. Lo hice desde adentro. Me volví a ver en el espejo del baño que comparto con dos gatos cagones. Me cepillé los dientes mientras repasaba todo lo anterior y el día anterior y el mes anterior. Todo el año anterior. Me reía conmigo, me volvía a gustar. ¿Dónde te fuiste?, me pregunté sin reprochar.

Tuve que recordarme, con mucha paciencia y amor, lo que sigue costándome caro todos los días, cada mañana para despertar y cada noche al no poder dormir. La lista sigue larga, las heridas en pleno proceso de sanación. Pero la mitad del segundo piso me ha enseñado a vivir de certezas. Aunque tenga otro mal día en esta ciudad de locos y quiera prenderle fuego a todo, o el diablo coqueto, con sus buenas mañas se pasee frente a mí y de vez en cuando quiera sentir las vibraciones de mi cuerpo encima del suyo, no cambiaría por nada, o al menos, por algo mejor, este preciso instante de quietud, silencio y reencuentro conmigo.



 
 
 

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